La brisa roza la mañana. La profundidad de su alma se ve en el horizonte, eterno, frío,
distante. Nefelibáticamente siente la Tierra, su rotación es casi tangible.
Y herido, y vivo, y pequeñito comienza su trayecto hacia lo infinito. Camina sin descanso,
con el corazón abierto y el llanto asomando porque los marineros de su alma pedían a gritos salir
fuera.
Suave y volátil el capitán se aleja. Más suave, más suave. La bruma lo arropa y asciende
abrazado por los ángeles. Un susurro, una caricia, una palabra.
Y por fin los marineros salen y corretean por el lugar. Dan brincos y vuelan, pequeñitos,
muy pequeñitos, dejando un vacío tan inmenso con el trayecto del capitán.
Sostenido, el capitán permanece etéreo y cuando los pequeñitos se adentran en su cuerpo
cae. Cae pesado y obligado en su trayecto eterno. El azufre crea una atmósfera fría a su alrededor y
no deja de caer, caer, caer. Hasta quedar sepultado por la historia, por los años de trabajo, por el
peso de la culpa y por el manto que irremediablemente ha comprado.
A pesar de eso sigue vivo, porque algo ha flotado, la psicodelia de su espíritu lo ha llenado.
Por eso merece la pena todo. Psicodelia, amor, extrahumano. En un rinconcito llace el hombre, que
fue nube, polvo y lo más pesado. Hay personas que cargan con todo el peso del mundo y el capitán
es inmenso y diminuto.
Sí, aún sigue ahí, bajo el manto. Si pasas por encima lo sientes, si pasas por abajo lo eres. Al
final siempre puedes ser Dios y siempre puedes ser el corderito.
Al final siempre serás Dios y siempre serás el corderito.
Al final siempre llevarás contigo al capitano.
Al final siempre llevarás contigo
Al final siempre llevarás
Al final siempre
Al final