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Sintomático. Soy. Carcajada de amapolas. Un día de dientes con sabor a cartografía. Cartílago y podría, pero un peldaño me choca la calabaza. Siénteme. Un día. No ahora. Carai. Casi. Esto es un comer ni sin tu camionero de un valle en casa.
No pero ja, ni jamón, je, para don Son. Fernando y el sol es así. Thunder. Tonal como el arbusto y la palmera. 
A veces pienso calamar. Proceso. 
Corrupción. Desvelación. Deus.
 Ática es con un silencioso amor a churruscado. 
Carne vibrante, solidificación sin palabras. ¿Tú? Cuando quiere el sótano es orina americana.
 Hola y tomate con gafas de pasado. Brisa fugaz carantoñas.
 Habla al uso de tu botón con purpurina y color a salitre de judías. Amor. Tu capitán es orquesta en la mar. Jumpar. Guillotina tiene que paulatino llorar de tómbola.
 Tinta debajo un puente a colibrí. Sonoro ayuntamiento de memoria. Bob Esponja está aquí. Si chasquido como la iglesia o coma de goma de lata rapero. 
Brinda hacia aquel cuasi telar de gaviotas fuera Castilla. Estelar universo reflejo pisado. 
Gustoso golosina ganchillo filmoteca. Vigués señora gafa jersey de un mano siquiera triste. 
Rotonda corazón curvilíneo. Trastocado sin que solo tengamos divina. Cristalino madrileño.




Texto a partir del anterior:


Se despertó una ligera mañana llena de una luz cálida. El jardín estaba mojado, los aspersores funcionaban ya. Todavía se apreciaba el olor a salitre de la noche anterior en la terraza. 
Las amapolas me sonreían. 
Me acerqué a la piscina y comprobé que el agua estaba fría aún, el sol se estaba desperezando. Tras haberme relajado un poco en el borde de la piscina, me levanté a coger la carta que había dejado en la mesa auxiliar del jardín. Estaba un poco mojada y olía a una mezcla de frescor y al paso del tiempo, como a la tinta con que había sido escrita. El tacto con el papel me transportó a los viejos días de verano. A los mordiscos en el cuello. A los revolcones en la playa como si fuésemos croquetas que están siendo envueltas en pan rallado. A una especie de luz divina que atravesaba mis ojos y me cegaba. A cuando vivía casi sin ser consciente y no vivía sin vivir.
 ¡Son tantas las emociones que puede albergar una carta! Me quedé como paralizada ante la situación. Hans pasó por mi lado rozándome con el pelo de su pequeño cuerpo, haciéndome volver en mí. No sabía qué hacer, estaba como perdida. Sentía un nudo en el pecho difícilmente desenredable, tenía la sensación de que esa angustia no se iba a marchar nunca. – ¡Buenos días Amelia! 
El vecino estaba regando las plantas. Hice como si no lo hubiera escuchado. Dejé la carta en la mesita auxiliar y me apresuré a entrar en la casa, donde comencé a llorar desoladamente. Después de un tiempo estaba en calma, mi cuerpo estaba tirado sobre la alfombra del salón relajado y sin fuerzas y mis mejillas todavía estaban húmedas. Hans se acercó y lamió las lágrimas de mi rostro. Su presencia me reconfortaba aún más: su calor, su respiración, su comprensión. 
Fue poco después cuando sonó el timbre. La casa estaba echa un cristo y yo todavía vestía la ropa de la noche anterior, no me había borrado ni el maquillaje, que se diluía por mi cara. Subí rápidamente al baño, me arreglé un poco el pelo y me lavé la cara.
 Me eché un poco de colonia, claro. Abrí la puerta y ya entraron corriendo los hijos de mi hermana, que fueron directos al jardín, jugueteando con Hans. 
– ¿Qué tal hermana? Hace un día de locos, parece que hoy al mundo se le ha dado por levantarse pedante... o sensible... no lo sé. Bueno, ¿por dónde empezamos?
 – Pues primero voy a recoger la terraza, que sigue con las cosas sin guardar. 
Rápidamente metí la carta por debajo del vestido y cogí las bandejas de plata para que Ágata las lavara. Mi sobrino pequeño se agarró a mi pierna con fuerza. 
– Te quiero, Ami.
– Yo también, Mario, yo también. 
En ese momento el corazón parecía que se me iba a salir por la boca.