Un ángel que siempre susurra en mi cabeza, una estrella que no se apaga y me ciega, una enfermedad constante. Consciencia. La rama a la que agarrarme. Y mientras, yo naufrago sola, ajena a todo, cegada por la luz, que no se puede convertir en sombra: ni en tu interior ni en tu exterior. Una sensación de calma que no consigo controlar. La que reciben los otros no puede ser la misma, porque ellos no se ciegan, no se estancan. Y sin embargo, éste es el único acto dinámico que logro ejecutar. Estoy tirada en un campo verde con el sol en la cara y la humedad de la hierba impregna la ropa, quedando ahí su olor todo el día. Me hago daño con un alambre y la herida cicatriza para dar paso a una piel nueva que se queda ahí toda la vida. Incluso percibo un olor corporal que se queda en mi memoria olfativa eternamente si así lo deseo.
Sigo aquí, inmóvil, mientras mi cuerpo se estremece ante tanta belleza. No existe una palabra de agradecimiento lo suficientemente grande como para transmitir lo que quiero en este momento.
Gracias por darme vida desde la inmovilidad.